jueves, 1 de noviembre de 2012

En defensa del soporte

Tengo la impresión de que muchos acuarelistas sentimos una especial debilidad ante la blanca superficie de los papeles usados para pintar, tan variados en grano, textura y gramajes.

Sé de algunos, los más inquietos, que no respiran tranquilos hasta que han probado con rayas y manchas cualquier tipo de papel caído en sus manos con etiqueta de nuevo.

Si bien es cierto que demasiadas veces no logramos sino empeorar su aspecto tras haberlo pintado con mayor o menor acierto, en general siempre se encuentran zonas que se han enriquecido tras el paso de nuestros pinceles o esponjas. Para ello debemos conocer sus características, sus limitaciones, su nivel de tolerancia hacia nuestra manipulación, ser capaces de reconocer cuándo empieza a sentirse cansado de nuestros insistentes desaciertos.

Si sabemos ser sus amigos, el papel nos regala todo tipo de placeres, nos permite incluso ciertas libertades, tales como hacerle cosquillas, surcarlo con suavidad o con rápida firmeza, restregar con fuerza sus fibras superficiales, lavarlo por completo de nuevo una vez pintado, enmascararlo parcialmente para que no se dé cuenta de nuestra inseguridad, de nuestros miedos descriptivos, o bien anegarlo de agua o salpicarlo de gotas multicolores sin recibir de él la más minima queja.

Como la imaginación humana no suele ser fácil de saciar, algunos no se conforman con todo ello y le añaden papeles enganchados mediante colas de distinto poder, tratando de conseguir texturas y grosores que den nuevas riquezas y volúmenes a unas obras que son casi siempre de concepción plana, con cierta fotofobia y especial aversión al volumen expresado con la iluminación.

Otros lo arrugan y pliegan sin contemplaciones, a veces antes de ser pintado, con voluntad decidida de cambiarle su aspecto primitivo. O lo rasgan, delicadamente o tras un decidido tirón, siempre controlado,  en un vano intento de descubrir sus entrañas, de extraer así su misterio o,  por el contrario, conjurar algún maleficio  o transferirle nuestro dolor más profundo.
Confieso que siempre he percibido alguna forma de violencia cuando contemplo las pequeñas o grandes torturas del papel. Su posterior reparación, en forma de sustancias adhesivas o de suturas, no siempre se produce, probablemente porque el artista cuenta distintos tipos de historias. Que probablemente también son distintas a las expresadas en los cortes, cuchilladas y pinchazos recibidas por lienzos y otros soportes durante algunas  lejanas vanguardias que ya no lo son.

A pesar de todo, personalmente respeto estas agresiones al soporte, deseando que no haya sido en balde el sufrimiento.  Y acto seguido añado otro deseo más comprometido, al menos para mí. Que las suaves pinceladas no sean pretexto para otra forma de tortura silente del papel mancillado, el registro plano que transita entre el ridículo y la mediocridad.


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