¿Qué debe tener la acuarela que
suscita como una especie de adicción entre todos aquellos que la practicamos, cuyos
sentimientos proyectamos hacia la propia técnica?
No conozco este tipo de
vivencia referido a otras técnicas de mayor importancia, como el óleo, el
acrílico o las técnicas mixtas. Todas ellas también son capaces de despertar
pasiones y adhesiones, pero por lo general se proyectan hacia el hecho mismo de
pintar o los propios resultados, sus dificultades, si se han cumplido o no los
objetivos de la obra, pero en raras ocasiones sobre la técnica que se ha
utilizado.
Aunque no estoy del todo seguro,
pienso que esta aparente sobrevaloración que muchos de nosotros sentimos hacia
el propio medio tiene un componente defectuoso, al menos desde la óptica
intelectual, al supeditar en cierto modo el fin a los medios.
Quizás sea la proverbial dificultad
del control del agua sobre el papel, que es real y que se convierte en
dificultad añadida a las relativas al propio objeto pintado, lenguaje
pictórico, objetivo de la obra, que no diferirían demasiado de las que ofrece
cualquier otra técnica.
Pues bien, esta dificultad
específica se vuelve insistente, obsesiva, casi una fijación mental que nos
produce una cierta distorsión, aquel sesgo que nos hace valorar más el cómo lo
hemos hecho que el propio qué.
Debemos reconocer que las
transparencias obtenidas con la acuarela son hermosas, como también lo son su
suavidad y la delicadeza de sus matices, que aparecen con toda nitidez en virtud de la propia dilución acuosa de los
pigmentos. Sin olvidar al papel subyacente, con su blancor virgen y su relieve,
visible en aquellas zonas que hemos decidido reservar.
Con todo, creo que es la
imprevisibilidad, que supera cualquier tipo de control del artista más
experimentado, lo que añade su mayor encanto a la acuarela.
La sensible interacción con
elementos externos tales como las propias condiciones del ambiente,
especialmente la temperatura y el grado de humedad, provocan una dosis mayor de
suspense e incertidumbre sobre el resultado final, con lo cual entramos en
contacto con el factor suerte, situado fuera de nuestro control mental, al que
solamente podemos llegar de una forma irracional.
La dependencia de tantos
factores externos aconseja que nuestra práctica acuarelística sea los más regular
posible, con objeto de reducir al máximo su vulnerabilidad, disponiendo de más
recursos en el momento de controlar la obra, que de este modo será en menor grado el fruto del azar, por consiguiente más nuestra.
Con todas estas
consideraciones en la mente, cuando revisamos la acuarela que acabamos de pintar y
constatamos que se ha conseguido un control razonable, sentimos probablemente un
grado de satisfacción superior al que obtienen nuestros colegas que han utilizado
otras técnicas. De esta forma, los
resultados positivos y la práctica sucesiva van aumentando nuestra propia
estima, generando una plenitud muy particular.
Ya por último, si como
resultado de los factores antes enunciados uno llega a la convicción de que toda acuarela
es irrepetible, con lo cual estamos reconociendo a la vez su imposible perfección, nos permite adoptar la mejor de
las actitudes posibles para cualquier artista: pintar con la esperanza
permanente de acercarnos a lo inalcanzable, nuestra Laura o Beatriz
personal.
Esa espera tensa y gozosa en la
seguridad de que, hoy sí, ella va a aparecer ahora radiante, espontánea,
fresca, feliz...
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